miércoles, 8 de abril de 2015

La joven que toca el violín

Tiene una emoción contenida en el rostro, un gesto de templanza que, a su vez, refleja nerviosismo, como si tuviera aquella incertidumbre, misma que a mí me provoca; esa duda de no saber qué o cómo tocará. Cuando toma el arco entre sus dedos, lo hace con vacilación; irresoluta, al parecer con desapego, pero en cuanto acerca el instrumento a su cuello, su mirada se transforma, se vuelve serena. Acomoda el violín hasta que sus ojos proyectan cierta conformidad, da un último vistazo a las partituras en el atril y procede.

No conoce el significado de lo imposible. Siempre busca retos sin notarlo. Sus notas son audaces. No la escuchas vacilar aún cuando percibes ciertos deslices; es segura y decidida incluso en sus traspiés. Bailan sus dedos sobre las cuerdas, agita el arco con enérgico movimiento, es una melodía intrépida: fluye un sonido tan distinto a lo que se espera, pues ya no es aquella obra que leía; la ha transformado, la hace suya y la comparte contigo.


Después de un rato ella sonríe, ya no te mira, se olvida de que existes; desaparece el mundo a su alrededor e interpreta para sí misma; convierte y trasfigura compases en grácil egoísmo melódico que transmite pasión y el ímpetu de sus ojos. Se escuchan la emoción de sus ademanes sobre el violín y los sentimientos que nacen en su interior.

miércoles, 11 de marzo de 2015

El recuerdo de la vereda que conduce al río

Quizá tendría yo siete años cuando recorría esa vereda, el recuerdo es un tanto añejo, sin embargo es una de esas memorias que permanecen constantes, el camino parecía más amplio entonces, más largo y más emocionante, llenábamos las mochilas de víveres y nos encauzábamos a la aventura, era un desafío, un suceso emocionante el sólo pensarlo. No era una vía larga, no más de diez minutos de andando, pero lograbas prolongarlo, hacerlo incluso eterno si ese era tu deseo, si las ansias de saborear el agua clara sobre tu piel no eran urgentes, si no te apremiaba el caminar descalzo sobre las piedras lisas y la arena nívea y suave, que se sentía ya desde la vereda; sin embargo podías también acortarlo, convertir el trayecto en un sucinto instante, en un efímero acontecer que no se olvida, ese era el misticismo estrambótico de aquella travesía.

Había en aquel pasaje una magia inexplicable y misteriosa, provocaba un prurito inexorable por andarlo, tal vez el deseo se desprendía de las hojas que silbaban en los arboles, susurrando, como llamándote, o de aquellos aromas en las flores de primavera que deleitaban al punto de hipnotizarte, incluso de las rocas inánimes que parecían observarte y animarte. Escuchabas el sonido de la chicharra y el saltar de los peces abriéndose paso en verdosas corrientes y así sabías que casi llegabas a tu destino.

Era habitual no querer despedirse, aferrarse a ese suelo amarillento, grisáceo o en ocasiones verde, donde siempre es primavera; recostarse sobre la hierba, un instante que trasciende una vida; sentir el contacto con la tierra fresca que transmite la calidez de un hogar, de una madre; descansar bajo la sombra del árbol que te acoge y te regala su fruto sin limitaciones; escuchar la danza del viento en las milpas de los campos de cultivo que rodeaban el sendero y sentir vibrar tu alma. Así es mi recuerdo sobre el camino, como la urgencia y la paciencia, como el ruido y el silencio, como la pasividad y la locura, como el amor y el deseo, como la vereda y su regreso. Tornabas sobre tus pasos y era un volver a conocerla, sentías que transitabas por distintos derroteros, caminos inexplorados, enigmáticos, senda dadivosa que obsequia vida y mil recuerdos.