Tiene una emoción contenida en el
rostro, un gesto de templanza que, a su vez, refleja nerviosismo, como si
tuviera aquella incertidumbre, misma que a mí me provoca; esa duda de no saber
qué o cómo tocará. Cuando toma el arco entre sus dedos, lo hace con vacilación;
irresoluta, al parecer con desapego, pero en cuanto acerca el instrumento a su
cuello, su mirada se transforma, se vuelve serena. Acomoda el violín hasta que
sus ojos proyectan cierta conformidad, da un último vistazo a las partituras en
el atril y procede.
No conoce el significado de lo
imposible. Siempre busca retos sin notarlo. Sus notas son audaces. No la
escuchas vacilar aún cuando percibes ciertos deslices; es segura y decidida
incluso en sus traspiés. Bailan sus dedos sobre las cuerdas, agita el arco con
enérgico movimiento, es una melodía intrépida: fluye un sonido tan distinto a
lo que se espera, pues ya no es aquella obra que leía; la ha transformado, la
hace suya y la comparte contigo.
Después de un rato ella sonríe,
ya no te mira, se olvida de que existes; desaparece el mundo a su alrededor e
interpreta para sí misma; convierte y trasfigura compases en grácil egoísmo
melódico que transmite pasión y el ímpetu de sus ojos. Se escuchan la emoción
de sus ademanes sobre el violín y los sentimientos que nacen en su interior.